lunes, 1 de julio de 2013

Crónicas de frontera



¿CANTINAS? RESERVORIOS CULTURALES
          
           Antonio Cruz Coutiño/Areópago

Es cierto y lo sostengo: en las cantinas y bares, al igual que en los desplumaderos, se actualiza permanentemente una parte substancial de lo que somos, de nuestra identidad, nuestra cultura, nuestras “representaciones”, y escribo “nuestras”, no porque todos tengamos las mismas, o porque todos formemos parte una sola razón identitaria, sino por las que posee o asume cada quien. Manifestaciones simbólicas expresadas en objetos, productos, estructuras, procesos simbólicos, prácticas y consumos culturales; prácticas y representaciones más o menos homogéneas, propias de los individuos de cada colectividad, rasgos de su pertenencia e identidad.
Prácticas y representaciones que identifican a cada una de las partes con el todo; a cada una de las piezas con el conjunto; a cada uno de nosotros con la comunidad de la que formamos parte: el barrio, la localidad, la ciudad, el rumbo o el pueblo donde vivimos; pero también el círculo de nuestras amistades, el ámbito de nuestra familia extensa, el entorno socio-laboral del cual formamos parte, nuestra escuela, o la comunidad política o religiosa en la que nos desenvolvemos.
Me refiero entre otras cosas, a nuestras manifestaciones y múltiples lenguajes: oral, gestual, corporal, cinésico, proxémico, simbólico, etcétera; nuestras expresiones, giros de lenguaje, habla popular, normas de cortesía comunes a todos, presentes en el ámbito de las cantinas, aunque en estas se incluyen los espacios arquitectónicos, la decoración y el criterio estético que adoptan sus gerentes, y la gastronomía, ésta expresada en los licores, bebidas, botanas y otros platillos, típicos de nuestras tabernas.
De ahí que estos espacios de convivencia —se llamen como se llamen en las diversas latitudes del mundo; así se trate de pueblos, sociedades, culturas o Estados— son verdaderos emplazamientos sagrados: salas, salones, garitos o antros; sitios regularmente cerrados, aislados en cierto modo, diferenciados por constituir espacios semipúblicos o semiprivados. Públicos pues todos pueden ingresar a ellos, a condición de aceptar sus normas no escritas y pagar sus servicios, y privados por la comodidad que la gente siente al estar en ellos, tanto para ver y encontrarnos con quien se nos antoje, como para discurrir sobre cualquier asunto lucrativo, ideológico o personal.
Oscilan entonces, desde un extremo: las cafeterías, los restaurantes-bar, los centros de espectáculos y los salones de baile, y desde el extremo opuesto: los cabarets, las casas de citas, los “puticlubs” como dicen en España, los prostíbulos y los fumaderos de opio.  
Y bien, desde hace tiempo, con base en estas ideas, vengo elaborando pequeñas descripciones, crónicas o relatos sobre nuestras cantinas; las de México es cierto, e incluso las de Centroamérica —aunque hacia el Sur sólo conozco algunas de Ciudad Hidalgo, Tapachula y muy pocas guatemaltecas y costarricenses— pero sobretodo varias céntricas del Deefe, del Puerto de Veracruz, de las vecinas Oaxaca y Villahermosa, y las insustituibles de barra y contrabarra, las de boquitas de mar y tierra, las típicas cantinas de Mérida y Campeche. No obstante, las mejores tabernas son las nuestras, las de Chiapas, las cantinas centroamericanas de México. Por esta razón me quedo con las de Tuxtla Gutiérrez, sobre las que he escrito más, o sobre las que deseo escribir aún, pues éstas son las que en verdad conozco. 
Así que de inicio, lo que hay que decir, para que a nadie alarme, es que, bebidas alcohólicas (licores, aguardientes, curaditos, vinos y cervezas) se consumen hasta en los rincones más apartados, rurales y suburbanos del mundo; no sólo en bares y cantinas, sino en cafés, cafeterías, loncherías, restaurantes, fondas, refresquerías y un largo etcétera. Segundo: que a nivel mundial, existe un restaurant, bar, cantina, café o centro nocturno por cada 250 personas. Barcelona y Belo Horizonte se disputan el mayor per cápita, aunque efectivamente, España se lleva las palmas con una taberna por cada 120 o 139 habitantes (los contabilizadores no se ponen de acuerdo).
Inglaterra dispone de una cantina por cada 380 habitantes, Irlanda una por cada 300 —aunque aquí les llaman pubs—, Rusia una por cada 290, Chipre una por cada 300 y… por increíble que parezca, Tuxtla Gutiérrez se encuentra por arriba de la media internacional: una cantina o sitio similar por cada 233.33 conejos y avecindados.
Y si no cree, veamos las cuentas: en 2010 la Tesorería Municipal tuxtleca renovó la licencia a 2,300 establecimientos; en 2012 conservadoramente esta cantidad ascendió a 2,500, más un veinte por ciento de bandidos, clandestinos y evasores (500), esto da un total de 3,000 restaurantes y pulquerías. Esto sin suponer la gran cantidad de tienditas, minisúpers y cervecentros, que aunque sólo expenden, también favorecen el chupe en sus inmediaciones.
La ciudad, como ha planteado el INEGI, tiene ahora 750,000 habitantes, lo que incluye población fija y flotante. Bien, descontemos a esa cifra los 50,000 que seguramente regresan a beber a sus pueblos —me refiero a las pequeñas ciudades-dormitorio del rededor: Suchiapa, Berriozábal, Ocozocoautla, San Fernando y Chiapa—. Dividamos ahora 700,000 entre 3,000 y lo que da es el per cápita de un bebedero por cada 233.33 almas.

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