Antonio Cruz Coutiño/Areópago
Es
cierto y lo sostengo: en las cantinas y bares, al igual que en los
desplumaderos, se actualiza permanentemente una parte substancial de lo que
somos, de nuestra identidad, nuestra cultura, nuestras “representaciones”, y
escribo “nuestras”, no porque todos tengamos las mismas, o porque todos
formemos parte una sola razón identitaria, sino por las que posee o asume cada
quien. Manifestaciones simbólicas expresadas en objetos, productos,
estructuras, procesos simbólicos, prácticas y consumos culturales; prácticas y
representaciones más o menos homogéneas, propias de los individuos de cada
colectividad, rasgos de su pertenencia e identidad.
Prácticas
y representaciones que identifican a cada una de las partes con el todo; a cada
una de las piezas con el conjunto; a cada uno de nosotros con la comunidad de
la que formamos parte: el barrio, la localidad, la ciudad, el rumbo o el pueblo
donde vivimos; pero también el círculo de nuestras amistades, el ámbito de
nuestra familia extensa, el entorno socio-laboral del cual formamos parte,
nuestra escuela, o la comunidad política o religiosa en la que nos
desenvolvemos.
Me
refiero entre otras cosas, a nuestras manifestaciones y múltiples lenguajes:
oral, gestual, corporal, cinésico, proxémico, simbólico, etcétera; nuestras
expresiones, giros de lenguaje, habla popular, normas de cortesía comunes a
todos, presentes en el ámbito de las cantinas, aunque en estas se incluyen los
espacios arquitectónicos, la decoración y el criterio estético que adoptan sus
gerentes, y la gastronomía, ésta expresada en los licores, bebidas, botanas y
otros platillos, típicos de nuestras tabernas.
De
ahí que estos espacios de convivencia —se llamen como se llamen en las diversas
latitudes del mundo; así se trate de pueblos, sociedades, culturas o Estados—
son verdaderos emplazamientos sagrados: salas, salones, garitos o antros;
sitios regularmente cerrados, aislados en cierto modo, diferenciados por constituir
espacios semipúblicos o semiprivados. Públicos pues todos pueden ingresar a
ellos, a condición de aceptar sus normas no escritas y pagar sus servicios, y
privados por la comodidad que la gente siente al estar en ellos, tanto para ver
y encontrarnos con quien se nos antoje, como para discurrir sobre cualquier
asunto lucrativo, ideológico o personal.
Oscilan
entonces, desde un extremo: las cafeterías, los restaurantes-bar, los centros
de espectáculos y los salones de baile, y desde el extremo opuesto: los
cabarets, las casas de citas, los “puticlubs” como dicen en España, los
prostíbulos y los fumaderos de opio.
Y
bien, desde hace tiempo, con base en estas ideas, vengo elaborando pequeñas
descripciones, crónicas o relatos sobre nuestras cantinas; las de México es
cierto, e incluso las de Centroamérica —aunque hacia el Sur sólo conozco
algunas de Ciudad Hidalgo, Tapachula y muy pocas guatemaltecas y
costarricenses— pero sobretodo varias céntricas del Deefe, del Puerto de
Veracruz, de las vecinas Oaxaca y Villahermosa, y las insustituibles de barra y
contrabarra, las de boquitas de mar y tierra, las típicas cantinas de Mérida y
Campeche. No obstante, las mejores tabernas son las nuestras, las de Chiapas,
las cantinas centroamericanas de México. Por esta razón me quedo con las de
Tuxtla Gutiérrez, sobre las que he escrito más, o sobre las que deseo escribir
aún, pues éstas son las que en verdad conozco.
Así
que de inicio, lo que hay que decir, para que a nadie alarme, es que, bebidas
alcohólicas (licores, aguardientes, curaditos, vinos y cervezas) se consumen
hasta en los rincones más apartados, rurales y suburbanos del mundo; no sólo en
bares y cantinas, sino en cafés, cafeterías, loncherías, restaurantes, fondas,
refresquerías y un largo etcétera. Segundo: que a nivel mundial, existe un
restaurant, bar, cantina, café o centro nocturno por cada 250 personas.
Barcelona y Belo Horizonte se disputan el mayor per cápita, aunque
efectivamente, España se lleva las palmas con una taberna por cada 120 o 139
habitantes (los contabilizadores no se ponen de acuerdo).
Inglaterra
dispone de una cantina por cada 380 habitantes, Irlanda una por cada 300
—aunque aquí les llaman pubs—, Rusia una por cada 290, Chipre una por cada 300
y… por increíble que parezca, Tuxtla Gutiérrez se encuentra por arriba de la
media internacional: una cantina o sitio similar por cada 233.33 conejos y
avecindados.
Y
si no cree, veamos las cuentas: en 2010 la Tesorería Municipal
tuxtleca renovó la licencia a 2,300 establecimientos; en 2012 conservadoramente
esta cantidad ascendió a 2,500, más un veinte por ciento de bandidos,
clandestinos y evasores (500), esto da un total de 3,000 restaurantes y
pulquerías. Esto sin suponer la gran cantidad de tienditas, minisúpers y
cervecentros, que aunque sólo expenden, también favorecen el chupe en sus
inmediaciones.
La
ciudad, como ha planteado el INEGI, tiene ahora 750,000 habitantes, lo que
incluye población fija y flotante. Bien, descontemos a esa cifra los 50,000 que
seguramente regresan a beber a sus pueblos —me refiero a las pequeñas
ciudades-dormitorio del rededor: Suchiapa, Berriozábal, Ocozocoautla, San
Fernando y Chiapa—. Dividamos ahora 700,000 entre 3,000 y lo que da es el per
cápita de un bebedero por cada 233.33 almas.
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