• Bolero de
profesión, originario de San Cristóbal, cuenta que sufre ataques epilépticos
pero que tiene que trabajar aunque sea
para los frijoles…
• Su
hermano, quien también padecía la enfermedad, se ahorcó en un día de
desesperación al quedar ciego…
Liliana
Molano/Areópago.
En
una tarde calurosa, tan comunes en estos días, me encontraba sentada en la
banca del parque central tomándome un refresco para calmar la sed cuando se me
acercó un joven bolero, con su ropa sencilla pero muy limpia y con una gran
sonrisa como cuando te encuentras a algún
amigo muy querido que tienes años sin ver, para ofrecerme grasa en los
zapatos:
-Le
doy una boleadita a sus zapatos doñita, me dijo con un acento evidentemente
nativo. Le respondí que no, que muchas gracias y él insistió:
-Ándele,
no sea malita; le boleo sus zapatos, ha estado muy bajo el negocio y necesito
juntar pa mi comida y mis medicinas,
¡le prometo que le quedan como nuevos!
Por
la manera y el tono en que me lo pidió no pude negarme y accedí. Sacó con sumo
cuidado las cosas de su cajita de madera y observé que sus manos estaban
temblorosas.
Ya
ubicado para empezar su faena empezó a
fluir la charla habitual entre el que limpia zapatos y su cliente. Está
haciendo mucho calor, no? Ya ni se puede dormir en las noches y pobre de
ustedes que están todo el día en la calle, bajo el sol, le comenté.
Él me respondió: Uy jefa… yo ya estoy más que acostumbrado. Desde
los 10 años trabajo en esto de la boleada y pues no es nuevo para mi andarme chamuscando bajo el sol.
Le pregunté cual era su nombre. Felipe Sántiz,
me dijo, originario de San Cristóbal
pero que desde muy niños sus papás lo habían traído a él y a su hermano
a vivir aquí porque allá no tenían ni para comer y que un hermano de su papá le
había dicho que le podía conseguir un trabajo en la obra donde él se
desempeñaba de albañil.
Sin cavilar mucho juntaron sus pocas cosas y
se vinieron a la casa de su tío; al
principio vivía su familia junto con la de su tío: en total eran 12 habitando
un cuartito. Poco tiempo después su papá consiguió en renta una casita
de bajareque en la colonia Los Capulines, un centro de población que forma
parte de los muchos que conforman el cinturón de pobreza de la zona conurbada
de la capital.
Felipe
confiesa que otra de las razones que los obligaron a emigrar a la ciudad es la
enfermedad. En San Cristóbal, en el hospital más cercano que tenían, no los habían
podido atender pero abrigaban la esperanza de que aquí sí les dieran atención.
¿Qué enfermedad tienes?, le pregunté.
Y él, con la cabeza agachada, mirando mis
zapatos que lustraba, me respondió con un hablar entrecortado:
-Sufro
de esos ataques epilecticos,
Debo
admitir que la respuesta me dejó perpleja, pues como sabemos la epilepsia es una enfermedad crónica que
produce graves trastornos neurológicos que se manifiesta en convulsiones y
violentos zarandeos del cuerpo en las personas que la padecen. Mi esposo Omar,
quien me acompañaba, vio el cambio súbito en mi semblante, reflejo de aquella
sorpresiva y desagradable respuesta del adolescente.
A
Omar le dije: No lo puedo creer, ¿cómo es posible que este muchachito esté
trabajando con esa terrible enfermedad cuando debería estar en su casa tomando
medicamentos?
Felipe
confesó que los periodos de crisis son muy feos: De repente me tengo que quedar
en cama varios días porque quedo como tieso, sin poder moverme bien.
-Hay
Felipe. ¿Y tu hermano también tiene eso?
Mientras
que con habilidad untaba la grasa sobre mi calzado haciendo malabares con el
cepillo, Felipe dijo que su hermano también
los sufría pero a él le daban más recio. Está hablando en tiempo pasado. No
observé el sollozo de sus ojos porque mantenía el rostro agachado en tanto me
respondía, pero sin duda su voz melancólica, vacilante y tartamuda eran el
espejo de su tristeza: es la tristeza y el dolor que produce al perder a un ser
querido.
-Hace una semana que murió, bueno más bien él
se mató, se ahorco…
Francamente
la conmoción me embargaba. Se me hizo un nudo en la garganta el escuchar aquel
relato. Hice ligeros movimientos de cabeza en señal de lamentación. Estaba en
las fronteras de la angustia, de las lágrimas.
Felipe
relata: En uno de los ataques que sufrió quedó tirado en la calle y donde cayó
se golpeó muy duro la cabeza y quedó ciego; lo recogió la ambulancia y estuvo
en el hospital varios días pero los doctores dijeron que ya no podían hacer
nada por él, que como sus ataques epilecticos eran ya muy fuertes,
pues le habían dejado la ceguera y no podían quitársela. Mi mamá y yo le
dijimos que se aguantara, que entre todos lo íbamos a ayudar para que no se
sintiera inútil porque a él siempre le gustó trabajar: si no boleaba zapatos se
iba a vender refrescos a las esquinas, sino limpiaba parabrisas, o algo buscaba
que hacer, pero siempre le llevaba sus centavos a mi jefecita para que nos
diera de comer.
ERA RETEBUENO…
Felipe
recuerda que a su hermano, apenas dos años mayor que él, en sus ratos libres le gustaba jugar fútbol.
Brota
un suspiro. Dibuja una leve sonrisa que
percato porque entonces me mira discretamente cuando dice: Era retebueno
para anotar goles y tenía un chingo de amigos. Todos los muchachos de la cuadra
lo querían un chingo, siempre lo pasaban a buscar los domingos aunque sea pa´
ir a dar su vuelta al parque; ahora que se murió todos llegaron bien
tristes y entre todos cooperaron pa´
poder juntar pa´su caja y poderlo enterrar.”
Al
pobre Felipe se le llenan los ojos de lágrimas y se agacha nuevamente, toma
aire y sigue limpiando mis zapatos.
Le
digo: Pobre tu mamá Felipe, debe haber sido muy duro para ella…
-Si jefa fue muy duro, casi cae cuando
llegamos a la casa y lo encontramos colgado con su cinturón. Ese día mi hermano
había estado platicando con ella de que se había convertido en un estorbo para
nosotros y que él ya no quería vivir, eso siempre lo dijo desde que quedó mal,
pero pues nosotros le echábamos porras y ahí como que agarraba su paso otra vez
pero seguramente le entró la tristeza ese día y pues mejor se ahorcó. A mi pobre
mamá le dio azúcar, dicen los doctores que fue por el susto y la tristeza de haber
encontrado a su hijo así.
Le
pegunto: ¿Y ustedes no tienen seguro popular, no lo han pedido aquí para que le
den sus medicinas a tu mamá y la atiendan y a ti también?
-Ay
doña, sí tenemos seguro popular pero luego ni medicinas hay, a mi me han
llevado varias veces ahí cuando me pongo mal pero luego na´mas me dan medicina pa´l dolor de cabeza y me dicen que me vaya
porque no hay camas para que me atiendan; o sino me tienen ahí sentado en
urgencias esperando a que se desocupe alguna cama pa´que me puedan acostar y a
veces paso hasta mediodía ahí y nomás no
me dan nada.
Felipe
agrega: Los medicamentos yo los tengo que comprar por eso tengo que chambearle
duro, porque unos los consigo en esa farmacia
similar, pero otros no hay así que
los tengo que comprar en la farmacia normal. Luego a veces mi jefa no me deja
salir a chambear porque tiene miedo de que ya no regrese, más en cuando la luna
está tierna; ahí si segurito que me da mi ataque y en esos
días no salgo a ningún lado porque me da miedo quedarme tirado en la calle.
Felipe
dice que sus compas boleros ya saben qué
le pasa y cuando le da pues ellos lo ayudan.
Detalle
sin pena: Me recogen y me meten trapos en la boca pa´que no me muerda la
lengua, se quedan conmigo, en especial Ramón, ese si es mi compa porque siempre
que me pasa eso se queda hasta que ya puedo levantarme y caminar y, a veces,
hasta me acompaña a mi casa pa´ que no me vaya yo a caer en la calle otra vez.
Mi mamá todos los días que salgo a chambear se queda rezando pues pa´ que yo
regrese, pero le digo que no me puedo quedar en mi casa tirado porque pues hay
chambear pa´ tener aunque sea pa´ las tortillas y el frijol, porque con lo que
gana mi papá no nos alcanza pa comer.
-Yo le digo a mi jefa que no tenga miedo, que
solo Dios sabe cuando nos toca y el día que me llame a su lado pues ya sería su
voluntad, de todas maneras me voy a morir estando en mi casa o en la calle y
pues que mejor que sea chambeando y no de flojo en mi casa”
-Listo
jefa ya terminé su boleada, ¿ya ve que si quedaron como nuevos sus zapatos?, se
lo dije…
-Si
Felipe, muchas gracias.
-¿Cuánto
te debo?
-Son
$5 pesos doñita, muchas gracias y que Dios la bendiga ahí cuando quiera siempre
ando por aquí, este es mi rumbo
–Si Felipe, muchas gracias. Y así se despidió y empezó de nuevo su andar
lento y trastabillado perdiéndose entre la gente y el calor citadinos.
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