jueves, 18 de julio de 2013

MUERTA EN EL LIBRAMIENTO SUR


          Pensando en mi venadito César

            Mtro. Antonio Cruz Coutiño/Areópago.
  
Hace días, eran las 9:30 o 9:40 cuando se dirigía a la Facultad de Humanidades para dar clase a sus muchachos de Licenciatura en Comunicación. Iba como siempre: enfundado en su Pontiac rojo a 80 o 90 kilómetros por hora sobre el Libramiento Sur. Sin embargo, frente al Motel Conquistador, de pronto el tráfico se hizo lento, casi se detuvo. Continuó despacio, lentamente, y muy pronto se encontró con la razón: una zapatilla en rosa mexicano retorcida y llena de polvo a la mitad del carril izquierdo, y luego, a diez metros de distancia, el cuerpo desencajado e inerte de una mujer, volteado hacia abajo, aunque con el cuello torcido a la derecha.
Vio su pantalón de mezclilla índigo ceñido con un cinturón dorado, la cintura elástica de su ropa íntima en negro y su camisa de mangas largas ampulosas, a tono con el rosa de sus zapatos dispersos. Aunque su perfil veía hacía el poniente, nada distinguió pues sus cabellos ensortijados, ahora polvosos y alborotados, le cubría el rostro, e incluso parte de la espalada y hombros.
Una mancha de sangre, desde su cabellera ya se extendía junto al cuerpo, hacia los pies, hacia la pendiente de la calle, y mientras tanto, a ambos lados del camellón central, los coches casi paraban frente al espectáculo. Una mujer y un niño horrorizados, contemplaban el bulto a cierta distancia. Adelante del cuerpo visiblemente molido, el boulevard lucía despejado: no había escándalo de patrullas, policías o ambulancias, aunque… a lo lejos le pareció escuchar algo como la sirena típica de los servicios de emergencia. Setenta metros antes del accidente —siempre ahí, todos los días, de ida y vuelta— hay un soberbio aunque ocioso puente peatonal. Hacia el sur se extiende el taller mecánico de la Ford y el Fraccionamiento Zoque y, setenta u ochenta metros después, se encuentra la flamante delegación de la PGR.
Continuó rumbo a la Universidad, y en un momento se le agolparon mil visiones, algunas recientes y otras no tanto: niños y niñas acompañadas por sus padres camino a la escuela sobre esta misma franja central, por las mañanas; madres a tirones con sus niños del preescolar mientras cruzan a las carreras el denso río vehicular de las 8:30; jovencitas y muchachos de secundaria absolutamente desprevenidos sobre la acera de tierra o sobre la banqueta del boulevard; muchachas y transeúntes diversos, toreando a los autos mientras intentan atravesar la doble avenida a las dos de la tarde, pero sobre todo esta imagen: el puente peatonal gris, siempre desierto, salvo por el par de señores de siempre: canosos, provistos de bastones aunque impecablemente vestidos con pants y camisas deportivas, y la pareja de caminantes —seguramente esposos—, siempre por las mañanas camino hacia el norte y por las tardes de vuelta al sur.
Varios accidentes viejos pasaron por su memoria, aunque se detuvo en el más antiguo, el del año 80 u 81, tiempo de la Universidad y sus consignas, el de los pasajeros que sobre un camión pequeño, un Ford o un Chevrolet de tres toneladas, viajaban sobre el tramo que va de Soyatitán al Ingenio Pujiltic, por el rumbo de Carranza y Villa Las Rosas. Él iba algo detrás —probablemente cuatro o cinco minutos detrás—, sobre un camión de redilas similar, todos llamados por esos años “camiones pasajeros” o “pasajeros” a secas. Cuando llegaron al punto del accidente, vieron casi repetido, alguno de los cuadros monstruosos, infernales, imaginados por Dante en su Divina Comedia, escena en verdad grotesca: un camión balastrero repleto de grava y rocas, destrozado en su parte frontal, yacía apenas ladeado por la banda izquierda. Más adelante, el camión embestido, cuya góndola o caja se encontraba deshecha y casi desprendida del resto, volteado hacia el costado derecho, reposaba junto a la cuneta de la carretera.
Entre el camino, el acotamiento y el perfil cortado de la montaña, detrás del camión de pasajeros, la gente que seguramente viajaba sobre las redilas del camión, apenas se reponía del impacto violento, del horror y el susto. Tocaban sus hombros, sus piernas, componían sus ropas, aliñaban sus cabellos y recogían sus pertenencias, mientras otras —recuerda especialmente a mujeres— lloraban destempladas; gritaban y aullaban de dolor o pena, cuando postradas sobre el pavimento, agitaban con sus manos los cuerpos inermes, desgraciados; quizás los cuerpos de sus compañeros.
Dos o tres metros detrás del camión de pasajeros, pero justo sobre la línea central del asfalto, tres personas muertas, una de ellas mujer amatenanguense o aguacateca (de Aguacatenango, pueblo próximo a Amatenango del Valle), por los amplios olanes satinados de su falda, y su blusa blanca con bordados que aún recuerda. Tres muertos con sus cuerpos exánimes, ensangrentados —desarticulados totalmente, por la disposición de sus extremidades— y entre ellos uno: ¡Oh visión espeluznante! Abierto el cráneo a mitades, justo desde las cejas, y la masa encefálica sanguinolenta, casi entera, derramada entre el rostro del infortunado y la franja fosforescente del camino.
Bastante, mucho tiempo duró en sus sueños esta fotografía de la memoria, hasta que al fin desapareció del todo, como él creía hasta hace exactamente los mismos días que tiene de transcurrido el accidente que relata. Sin embargo, no era cierto, pues ahora, diáfano había vuelto el recuerdo a sus cavilaciones, tras 32 años de silencio; tiempo suficiente, reflexionaba él, para aquilatar esta enseñanza, y deducir su moraleja:
1. Que nadie aprende en cabeza ajena, sino tan sólo de sus propias experiencias. 
2. Que nadie le toma tiempo, atención y menos respeto a la muerte, sino hasta que la siente o la ve cerca de sus propios huesos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario