Pensando en mi
venadito César.
Hace
días, eran las 9:30 o 9:40 cuando se dirigía a la Facultad de Humanidades para
dar clase a sus muchachos de Licenciatura en Comunicación. Iba como siempre:
enfundado en su Pontiac rojo a 80 o 90 kilómetros por hora sobre el Libramiento
Sur. Sin embargo, frente al Motel Conquistador, de pronto el tráfico se hizo
lento, casi se detuvo. Continuó despacio, lentamente, y muy pronto se encontró
con la razón: una zapatilla en rosa mexicano retorcida y llena de polvo a la
mitad del carril izquierdo, y luego, a diez metros de distancia, el cuerpo
desencajado e inerte de una mujer, volteado hacia abajo, aunque con el cuello
torcido a la derecha.
Vio
su pantalón de mezclilla índigo ceñido con un cinturón dorado, la cintura
elástica de su ropa íntima en negro y su camisa de mangas largas ampulosas, a
tono con el rosa de sus zapatos dispersos. Aunque su perfil veía hacía el
poniente, nada distinguió pues sus cabellos ensortijados, ahora polvosos y
alborotados, le cubría el rostro, e incluso parte de la espalada y hombros.
Una
mancha de sangre, desde su cabellera ya se extendía junto al cuerpo, hacia los
pies, hacia la pendiente de la calle, y mientras tanto, a ambos lados del
camellón central, los coches casi paraban frente al espectáculo. Una mujer y un
niño horrorizados, contemplaban el bulto a cierta distancia. Adelante del
cuerpo visiblemente molido, el boulevard lucía despejado: no había escándalo de
patrullas, policías o ambulancias, aunque… a lo lejos le pareció escuchar algo
como la sirena típica de los servicios de emergencia. Setenta metros antes del
accidente —siempre ahí, todos los días, de ida y vuelta— hay un soberbio aunque
ocioso puente peatonal. Hacia el sur se extiende el taller mecánico de la Ford
y el Fraccionamiento Zoque y, setenta u ochenta metros después, se encuentra la
flamante delegación de la PGR.
Continuó
rumbo a la Universidad, y en un momento se le agolparon mil visiones, algunas
recientes y otras no tanto: niños y niñas acompañadas por sus padres camino a
la escuela sobre esta misma franja central, por las mañanas; madres a tirones
con sus niños del preescolar mientras cruzan a las carreras el denso río
vehicular de las 8:30; jovencitas y muchachos de secundaria absolutamente
desprevenidos sobre la acera de tierra o sobre la banqueta del boulevard;
muchachas y transeúntes diversos, toreando a los autos mientras intentan
atravesar la doble avenida a las dos de la tarde, pero sobre todo esta imagen:
el puente peatonal gris, siempre desierto, salvo por el par de señores de
siempre: canosos, provistos de bastones aunque impecablemente vestidos con
pants y camisas deportivas, y la pareja de caminantes —seguramente esposos—,
siempre por las mañanas camino hacia el norte y por las tardes de vuelta al
sur.
Varios
accidentes viejos pasaron por su memoria, aunque se detuvo en el más antiguo,
el del año 80 u 81, tiempo de la Universidad y sus consignas, el de los
pasajeros que sobre un camión pequeño, un Ford o un Chevrolet de tres
toneladas, viajaban sobre el tramo que va de Soyatitán al Ingenio Pujiltic, por
el rumbo de Carranza y Villa Las Rosas. Él iba algo detrás —probablemente
cuatro o cinco minutos detrás—, sobre un camión de redilas similar, todos
llamados por esos años “camiones pasajeros” o “pasajeros” a secas. Cuando
llegaron al punto del accidente, vieron casi repetido, alguno de los cuadros
monstruosos, infernales, imaginados por Dante en su Divina Comedia, escena en
verdad grotesca: un camión balastrero repleto de grava y rocas, destrozado en
su parte frontal, yacía apenas ladeado por la banda izquierda. Más adelante, el
camión embestido, cuya góndola o caja se encontraba deshecha y casi desprendida
del resto, volteado hacia el costado derecho, reposaba junto a la cuneta de la
carretera.
Entre
el camino, el acotamiento y el perfil cortado de la montaña, detrás del camión
de pasajeros, la gente que seguramente viajaba sobre las redilas del camión,
apenas se reponía del impacto violento, del horror y el susto. Tocaban sus
hombros, sus piernas, componían sus ropas, aliñaban sus cabellos y recogían sus
pertenencias, mientras otras —recuerda especialmente a mujeres— lloraban
destempladas; gritaban y aullaban de dolor o pena, cuando postradas sobre el
pavimento, agitaban con sus manos los cuerpos inermes, desgraciados; quizás los
cuerpos de sus compañeros.
Dos
o tres metros detrás del camión de pasajeros, pero justo sobre la línea central
del asfalto, tres personas muertas, una de ellas mujer amatenanguense o
aguacateca (de Aguacatenango, pueblo próximo a Amatenango del Valle), por los
amplios olanes satinados de su falda, y su blusa blanca con bordados que aún
recuerda. Tres muertos con sus cuerpos exánimes, ensangrentados —desarticulados
totalmente, por la disposición de sus extremidades— y entre ellos uno: ¡Oh
visión espeluznante! Abierto el cráneo a mitades, justo desde las cejas, y la
masa encefálica sanguinolenta, casi entera, derramada entre el rostro del
infortunado y la franja fosforescente del camino.
Bastante,
mucho tiempo duró en sus sueños esta fotografía de la memoria, hasta que al fin
desapareció del todo, como él creía hasta hace exactamente los mismos días que
tiene de transcurrido el accidente que relata. Sin embargo, no era cierto, pues
ahora, diáfano había vuelto el recuerdo a sus cavilaciones, tras 32 años de
silencio; tiempo suficiente, reflexionaba él, para aquilatar esta enseñanza, y
deducir su moraleja:
1.
Que nadie aprende en cabeza ajena, sino tan sólo de sus propias experiencias.
2. Que nadie le toma tiempo, atención y
menos respeto a la muerte, sino hasta que la siente o la ve cerca de sus
propios huesos.
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