viernes, 6 de septiembre de 2013

CRÓNICAS DE FRONTERA


FERROCARRIL PANAMERICANO


     Antonio Cruz Coutiño/Areópago

     Recuerdo todo como en un  sueño. Unos dan órdenes, muy pocos; en sus manos llevan planos, escalímetros, compases. Los otros, los nuestros, los enganchados en Los Altos y en La Sierra, los zapotecos que acompañan a la obra desde Oaxaca, son linieros, albañiles, rieleros, cargadores, almuerceros y peones que a medio día y bajo el sol, continúan en la chamba. Sus mancerinas, mazos, palas y zapapicos los identifica, lo mismo que su color de tierra, su piel oscura. Apenas llegan a calzones y camisas de manta cruda, desgastada. Aquellos llevan huaraches y otros van descalzos. Todos con sus sombreros de palma, altos, cónicos y de ala ancha.
     Los gringos capataces mientras tanto, se ven ahí, altos, enormes, güeros —flacos y barbados algunos—, llevan tocadas sus cabezas con sombreros de fieltro aunque en ocasiones portan sarakof del mismo color caqui de sus pantalones abombados. Cargan pistolas al cinto, aunque escondidas en las fundas del mismo tono que sus polainas y botas altas. Fuman puros alquitranados y tabaco escarmenado, aunque también cigarrillos de caja, de los que aún no se fabrican en el país, mientras deambulan por los diferentes tramos en donde como hormigas van y vienen los peones y ayudantes.

      En parejas cargan los durmientes al hombro. Seisenas de hombres robustos, apareados, jalan los pesados lingotes, aunque a veces yuntas de bueyes los sustituyen. Son los rieles que descansarán sobre los maderos calafateados, allá en los terraplenes previstos. Los carros de transporte se mueven sobre el tendido y llevan hasta el frente cientos de traviesas, rieles, cojinetes, clavos sujetadores, herramientas y hasta enseres: sillas y camastros, estructuras y toldos envejecidos por el salitre que viene del mar. Son los campamentos que caminan tramo a tramo, así como avanza el tendido de los rieles del ferrocarril, el Panamericano que apenas se inicia en Ixtepec, la más septentrional de las estaciones del Istmo.    
      Varios puentes se han construido, aunque más bien instalado, pues hasta acá los furgones de las compañías gringas proveen todo. Desde clavos y tornillos, hasta postes y vigas inmensas, grúas y malacates para su instalación en cada uno de los ríos portentosos de la Costa y el Soconusco. Son fletados los trenes en Seattle y Cincinnati y atraviesan la frontera desde el Este norteamericano en donde las acereras crecen como la espuma. Abastecen a las compañías que enrielan el sureste mexicano, Guatemala, El Salvador y toda Centroamérica. Ahí se anuncia, por ejemplo, sobre los primigenios monstruos de fierro, en los puentes de Pijijiapan y Acapetagua, que pieza a pieza fueron fundidos en la metalúrgica de Cleveland, en el estado de Ohio. O como en el del río Huehuetán, donde aún se lee: “Missouri Valley Bridge and Iron Company Consulting Engineers. Leavenworth, Kansas, U.S.A. 1906”.
       Veo todo esto como en un sueño insisto; cuadro a cuadro como si se tratara de una película. Dudo sin embargo que en esos años alguien haya ordenado o se le haya ocurrido, filmar estas escenas con las primeras cámaras que Lumiere estrenaba ante el afamado don Porfirio. El viejo Porfirio Díaz quien siguiendo el consejo de sus asesores extranjeros, modernizaba al país para adecuarlo a las necesidades del Norte. Es verdad entonces que ahí comenzó el ferrocarril que uniría al Istmo con Centroamérica. En Ixtepec es cierto, aunque para Chiapas todo inició en Arriaga, paraje sin nombre pero donde ya merodeaban los primeros vaqueros precursores al cobijo del Lagartero y las dunas que se perdían hacia el Pacífico, arenas salitrosas abundantes, por las que más tarde, los tonaltecos mienta-madres de cuando en cuando se acordaban de los arriaguenses con aquel “jajajay comearenas jijos de sus chingada madre”.
       Apenas domeñaban la tierra entonces cuando se apareció el ferrocarril: a la futura ciudad de los vientos, que luego llamaron Estación Jalisco, al gusto de los empresarios del Ferrocarril Panamericano. Obvio: ellos oteaban su conexión con Tuxtla a través del camino de carretas de la Sepultura, el mismo que conectaba a las fincas ganaderas de Cintalapa y Tonalá, ampliando el área de influencia del caballo gigantesco que se erguía como baluarte de la modernidad. Por ello fraccionaban los arenales, trazaban calles anchas (para los futuros automotores), como las de sus ciudades, introducían agua, promocionaban la venta de pequeños paraísos y ofrecían lotes pagaderos a 20 años.
       Muy pronto la Estación Jalisco se transforma y ahora ya es el punto de embarque y desembarque de toda la región central: las mercancías fluyen de ida y vuelta, las remesas dirigidas a Tuxtla y San Cristóbal desde la capital, Veracruz, Monterrey y Estados Unidos son desembarcadas en Arriaga, lo mismo que desde aquí, toda la producción de estas regiones comienza a canalizarse al Altiplano. Van y vienen del centro del país y de la otra frontera, agentes comerciales, espías e inversionistas, algún turista despistado, funcionarios del gobierno, curas y militares, productos del campo, artículos manufacturados e industriales. Mil mercaderías, diversas y coloridas: desde pacas de pescado seco, huevas de liza y parlama, garrobos e iguanas vivas, cemento, herramientas y fierro, azúcar, sal y ultramarinos, hasta embarques de 200 reses, fardos por millares, autos, camiones y tractores primerizos, trapiches, turbinas y algunas plantas de energía y fuerza.
      Todo de a poquito a poco hasta que la revuelta de los finqueros hace el resto, pues entre 1916 y 1920 el Panamericano se congestiona. Desde la Estación Jalisco y todas las paradas incipientes, incluyendo Tonalá, Huixtla y Tapachula, hasta Frontera Díaz ¾la terminal del fin del mundo, todos los trenes son asaltados por forajidos. Son las bandas roba-ganados, los Mapaches camuflados, ora de guerrilleros, ora de soldados de Francisco Villa, que desde Los Cuxtepeques y la Sierra Madre asolan cuarteles, pueblos, ciudades, y muy en especial, al Ferrocarril del Pacífico: cordón umbilical por donde se nutre y respira una buena parte del estado; por donde controla y ejerce su dominio el quebrantado gobierno de la federación.
      Desde hace poco los convoyes se han hecho extensos, interminables, aunque más espaciados. Ya no pasan de tarde y mucho menos por las noches, como éste, provisto de tres máquinas, todas resoplando al compás de sus anticuadas calderas y chimeneas, todas provistas de furgones cargados de carbón. El convoy lleva pasajeros, bultos y otros fletes, e intercalados se ven vagones repletos de carrancistas y caballos y hasta un cabús provisto de torretas, cañoneras y ametralladoras. Maniobras complicadas realiza el tren en Tapachula. Va y viene entre las vías del patio inmenso y los almacenes, mientras el comandante de la plaza ha decidido:
       Los vagones pertrechados se quedan aquí para el resguardo militar de la ciudad más grande del estado y la frontera. Son desacoplados entonces los furgones de carga. Donde van las provisiones del Soconusco y sus fincas de maíz, ganado y caucho. Las plantaciones de café aún son incipientes pero van que vuelan.
        Y ahora sí. El ferrocarril aligerado de carga, continúa hasta Frontera Díaz, hoy Frontera Hidalgo, faltaba más. Vemos cómo atraviesa el río Suchiate, montado al puente de madera aún provisional, y por fin descansa en los recién estrenados andenes de la estación de Ayutla, la primera terminal del Ferrocarril Centroamericano, el primer paraje importante de Guatemala, hoy reconocible por su renombre Tecún Umán. Los últimos embarques son depositados aquí y, aunque algunos aquí se quedan, otros llevan por destinatarios a empresas de la capital chapina, Coatepeque, Retalhuleu, Mazatenango y Escuintla.
        Desde estas terminales de frontera entonces, aquí donde termina la patria y comienza la América Central, todo es bullicio a pesar de las revueltas intestinas; en veces de revolucionarios y gobiernistas, otras de facinerosos y militares engreídos, en ocasiones de peones socialistas y cazadores de recompensas —especie de anarquistas y guerrilleros—, mexicanos unos y guatemaltecos otros. En épocas de revolución y paz. En tiempos de ayer y siempre.

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